El Señor nos ha dicho que atesoremos en el Cielo, donde la polilla no corroe y donde nadie puede arrebatarnos nada... Esto se entiende, en primer lugar, de los trabajos y de los méritos en orden a la vida eterna... Pero aquí nos vamos a permitir extender esta enseñanza, esta exhortación divina, a los bienes espirituales recibidos en nuestra vida y peregrinación cotidianas: guardemos en la hondura del alma, esto es: atendamos y apreciemos en la hondura del alma todos nuestros tesoros, como anticipo y cumplimiento del presente, del "ya"de la Eternidad.
Oración, meditación, estudio, experiencias y dones de lo alto han de guardarse, antes que nada, en el secreto íntimo del alma espiritual. En el mismo Espíritu que nos inhabita y donde nunca se perderán. No podemos imaginar el tesoro de lo "íntimo" que solamente Dios conoce, y que es una realidad inmensa... Se trata, desde luego, de ese "gozo" inefable de la Verdad, de Su presencia, y también del "dolor", del "padecimiento" que, tantas veces, no acertamos a comprender, pero que ilumina más alto y nos eleva en Dios mismo.
Quizá no podamos describir ni definir... Tampoco nos interesa. Cuando se abre la inmensidad, en el misterio del Ser, las descripciones están de más, pero es cierto y verdadero que hemos trascendido los límites... sobre "toda criatura levantados" como decía San Juan de la Cruz.
Hemos entrado en el "paisaje infinito."
Alberto E. Justo