¡No quiero oír lo que oigo! (¡Vaya!).
No quiero atender “necedades” ni prestar tiempo o energía a sonidos, ni a “noticias”,
etcétera... En suma, ¿cómo recuperar el silencio cuando el estrépito parece
turbarlo?
La cuestión más o menos así expresada, es de permanente
actualidad. Es verdad que el ruido parece llevar hoy no sólo la mejor parte
sino el dominio absoluto. Y esto no sólo en la calle de una ciudad cualquiera,
sino en las moradas, todas, hasta en los lugares más íntimos, tengan las
características que tengan.
Y, sin embargo, estamos llamados al silencio. Nuestra vocación
es la paz...
Claro, no hay modelos. Ni siquiera entre aquellos que
debieran dar ejemplo en su vida de madurez y de quietud. Se suceden unos a
otros en el grito, víctimas (¡tantos y tantos!) de la ansiedad y del desquicio
interior...
Pero se necesitan ¡tantas virtudes! para plasmar y encarnar
una determinada conducta que nos eleve...
La acedia se ha impuesto sin más. Y los resultados se
muestran con claridad. Es el rechazo de lo espiritual que se percibe en todas
partes y en lo cotidiano, cuando nadie puede elevar la atención a un nivel superior...
Ahora bien, ¿qué hacer mientras tanto? Porque es preciso
orar y para orar he de descubrir el silencio y la paz imperando en el corazón...
Hay una puerta en el alma abierta al espíritu que, aunque
escondida, muy escondida, nada ni nadie puede cerrar. A esa puerta se accede dejándose mirar por el Señor. Cuando la práctica
constante de esta suerte de “introducción” en los “ojos” de Dios acaba por
ganar las hora y los días, el silencio que hay en el alma despierta y eso, eso
que está molestando fuera, apaga su furor.
Nada nos rapta tanto como ese “mirar” de Dios. No digo mucho
más. Es posible y muy conveniente continuar... Pero, por ahora, podemos iniciar
este ejercicio, apoyándonos en el respiro, en el soplo de vida que recibimos a
cada instante.
Alberto E. Justo