Nuestro Camino nos descubre un jardín de insondable belleza, cubierto de sol y de luz, que desciende permanentemente desde lo alto, desde el cielo. Flores y aves lo atraviesan en todos los sentidos. Es paz, esplendor y canto. En su centro una fuente cristalina que alimenta los arroyuelos que parecen circundarlo, pero nunca lo limitan. Más bien lo abren porque atravesado el curso del agua pasamos a otro (que es el mismo) más elevado, más iluminado y más verde. Una brisa ligera mece los árboles que se elevan de la tierra al cielo. Jardín y templo son uno. No acaban, se abren más allá...
Llevamos una lámpara de bronce (que es nuestro cuerpo). El preciado aceite que contiene es símbolo de nuestra alma. Y hay una mecha, una mecha que se abre hacia afuera: nuestro espíritu; que ha de ser encendida por el Fuego del Espíritu que desciende desde lo alto y llega a habitar, a morar, en nuestro corazón. No podemos concebir esa mecha sin su Luz.
Cuerpo, Alma, Espíritu. En un sólo movimiento y júbilo de unificación hacia lo alto, desde la mecha que arde y cuya luz nos da todo el sentido y nuestra honda vocación.
En la orilla del mar... El sol nos ilumina y ese rayo de luz, único, personal, intransferible e incomunicable, nos manifiesta que todo lo somos en él. Que en Él somos, nos movemos y existimos...
Alberto E. Justo