Sin alzar las fronteras, sin elevar los muros que circundan nuestro jardín, caemos víctimas de invasores y cazadores furtivos que rodean "como leones rugientes" nuestra heredad.
Arte maravillosa y defensiva, harto necesaria en los días que corren. Porque el sitio o el asalto a nuestro alrededor es más tenaz y furioso que nunca.
Incluso dentro de monasterios, en los lugares de recogimiento, en retiros o en valles y montañas, llegan los gritos y las porfías de los merodeadores, generalmente todos armados de buenas razones y de excelentes títulos...
-¿Cómo, no te enteras?- oímos con frecuencia bajo una mirada de desprecio. O el dolor por un rechazo o una burla que el mundo propina según la ambición o el gusto del poder buscado.
No, no es posible caer sin más. Lo propio del fuerte es resistir, saber resistir con las armas de la Gracia y de la experiencia, para que su ámbito no sea ultrajado por estilos o maneras a la moda...
Nada ni nadie puede violar la soledad... ¿Hay, acaso, mayor fuerza que la mirada de Cristo Jesús elevada al Padre en la Pasión? ¡Mirada transparente, absolutamente sincera, en abandono ejemplar!
Los muros del jardín se elevan en la misma medida en que nos desprendemos o desapegamos y dejamos correr o pasar lo que ni es ni cuenta. Pero aún cuando quedáramos empeñados, por caridad, en tantas ocasiones, la soledad interior es inviolable como es inefable la mirada de Dios.
Alberto E. Justo