Amanecer en la realidad más profunda, sin decorados inútiles, sin figuras, sin condicionamientos... El Señor llama y nosotros, aún débiles, acudimos sin saber bien dónde estamos...
Pero sabemos lo que somos en Cristo, en el Espíritu. Ascendemos al Padre con confianza, depojados de obras propias o ajenas.
La vida monástica se brinda a quienes la aman, a quienes la desean, sin otra pretensión que no sea acudir a Aquél que nos ha llamado de una vez para siempre.
Porque somos aquello que amamos en verdad. Quizá nadie lo vea, quizá nadie sepa nunca en esta tierra la hondura de un silencio y de una vida que aspira incesantemente al Corazón de Dios.
Cuando todo se pierde (según el mundo) amanece la luz de una aurora que no conoce ocaso.
Alberto E. Justo