Pasan las horas y
las preguntas se suceden... Pero ¿para qué preguntar? ¿No sabemos acaso cuál es
la primera y definitiva respuesta?
No es este presente
descompuesto el fin de nuestra vida. El Fin es Dios y Dios es la Realidad...
Percibimos con
claridad rumores e intentos indeseables cuyos ecos se filtran a través de
espacios y distancias... ¿Qué peso, qué consecuencia tiene todo eso que “apenas”
es?
El peregrino debe
armarse cada día de valor en su propio “santuario”, en su corazón. No ha sido
llamado a “triunfar” en los acontecimientos pasajeros de este mundo y sí a
seguir al Salvador en su aparente fracaso.
La comprobación
acerca del escaso éxito de su labor no ha de turbarlo ni detener sus pasos.
La paz y la quietud
no consisten en dejar de luchar. Al contrario, se trata de “luchar abandonado”,
abandonado con confianza, sin angustia por ningún resultado.
La “lucha” es ante
todo espiritual y por ello la descubrimos desconcertante, fuera de las
expectativas habituales y, a veces, bastante lejos de ellas.
El enemigo ataca
sin pausa. Su pretensión es derribar o, por lo menos, entorpecer y frustrar. Imprimir
en las víctimas la sensación de inutilidad y de derrota.
Pero no le
pertenece “nuestra” derrota. La victoria es siempre más alta y es de Dios. Nuestra
aparente (insisto en esto de “aparente”) derrota se TRANSFIGURA en un triunfo
trascendente que se da más allá...
¡Cuántos rostros,
cuántas figuras se multiplican al paso de las horas y nos conducen, de un modo
o de otro, más allá!
Alberto E. Justo