Es hora de atender...
Quisiéramos ubicarnos donde más nos corresponda, hallar, en suma, aquel centro,
que todo explica y a todo da sentido.
Es entonces cuando nos damos acabada cuenta de que a cada
momento hemos de retornar a casa. Sí, a casa, a nuestra casa; que es lo mismo
que decir: a casa de nuestro Padre. Nada hay tan nuestro, nada tan familiar,
nada tan invitante, nada que nos regale mayor consuelo...
Sabemos que nuestros pasos nos conducen rápidamente, en la
misma medida de nuestro querer y deseo. Porque la invitación está abierta, las
fuerzas también a nuestra disposición. Descubriremos enseguida el camino: nunca
es lejos.
Siéntate aquí no más. No te arrojes. Quédate derecho... Y
calla. Eso mismo, viajas sin decir palabra. Es porque has de escuchar mucho tal
vez. Pero, ahora, calla simplemente.
Respira hondo y goza del silencio que se te brinda y que
asciende desde tu interior. No es una... ausencia. Al contrario. El silencio
que llevas y que se te dio un día es plenitud.
No dejes que nada, ni nadie te perturbe. Intenta, una y otra
vez, callar voces y fantasmas. Pero tampoco te quedes en ello. Avanza como
sumergiéndote en donde no sabes. Ahora, escucha. Ese silencio, que parece vacío
y nada, es, de alguna manera, ocasión y lugar.
Es pleno. El Señor te ha llevado al desierto para hablar a tu corazón.
Preguntarás: ¿qué hacer ante esas interrupciones o
agresiones del mundo que, al acecho, aguardan el momento preciso para cortar tu
oración?
Pues nada. Lo mismo que haces
cuando se desencadenan las tempestades, cuando golpean las tentaciones o cuando
la impertinencia o el desorden se manifiestan aquí o allí. Esas apariciones no
pueden quitarte ni el silencio ni la paz, porque ese silencio y esa paz son de
Cristo-Jesús y nada ni nadie puede apartarnos del Amor de Dios revelado en
Jesucristo.
Prosigue y abre tu corazón. Permanece, permanece. Vela, con
Él, una hora. Es decir, siempre.
El camino es silencio. No consideres que, por ello, sigues a
tientas. Continúa. Simplemente.
Si eres perseverante, a pesar de las dificultades o de los
detenimientos, comprobarás en tu corazón la hondura del silencio. Recuerda, de
“un” silencio que ha ascendido desde donde no puedes enterarte bien, pero del
cual ya tienes suficiente noticia.
Has descubierto la paz en la confianza de que allí, en ese
instante, ya no eres tú quien obra, sino Aquél a quien has abierto las puertas
del corazón.
Silencio y Presencia. Una sola realidad para ti ahora. No
puedes prescindir de la Presencia. Estás
en ella. Ahora, esta Presencia inefable, causa y garantiza el silencio y lo
sostiene como su lenguaje para ti.
Ya
no dudes. Él está aquí... No es necesario esforzarse, ni embarcarse en otro
camino que no sea la simplicidad o la conciencia de la inmediatez, que no se
define.
Goza pues de la Presencia...
Ya dirás, con los santos, no
digo nada, lo amo...
Pero permanece, sin duda, el interrogante acerca de “quién
soy.” ¿Por qué no? Esta pregunta requiere atención para lograr subrayar lo que
habitualmente soslayamos. Es curioso, pero es así.
Algunos desean ardientemente el “anonimato”, otros procuran
dejar un sello indeleble en las jornadas de la historia que pasan y pasan...
Pero no está allí esa “identidad” profunda, ese “nombre” que
todos queremos rescatar de la sombra y del olvido.
Alberto E. Justo