El desierto, el
mar, los paisajes ricos en horizontes infinitos, nos circundan en la realidad más
honda, porque todos ellos nos dicen algo de la interioridad que no tiene
confines.
Pero cuando el
asalto de ambientes y situaciones, cuando la angustia de nuestros días se hace
patente, entonces nos parece perder la dimensión vital y caer en ese subsuelo
que nos aplasta y nos ahoga...
Entonces levantamos
nuestra mirada a lo alto, aguardando la benevolencia de Dios, su compasión, su
ayuda, para salir del apretujón, para proteger nuestra salud y nuestra vida...
Y ¿qué ocurre? Es
frecuente que Dios calle y nosotros lamentemos su “ausencia”... Es frecuente
que busquemos explicaciones de cualquier índole, con tal de superar nuestra
impotencia... En definitiva no encontramos alivio, el alivio que suponíamos tan
fácil para quien todo lo puede... ¿Por qué?
Una primera y
modesta respuesta: porque nunca salimos de nuestro paisaje y nunca dejamos de
ser lo que somos (o quienes somos). Una segunda respuesta: porque nuestra
mirada a lo alto no es acertada. Nos volvemos a “un” Dios “enojado” y “mediado”,
lejano en definitiva, a través de la “mirada” y los “rostros” de “otros”,
seguramente munidos de los poderes y estilos de este mundo. “Autoridades” que
pretenden identificarse con lo divino y cerrarnos las puertas de la paz.
Entonces: dejemos
de lado a los arcontes, aunque vistan de lujo y empuñen bastones insospechados.
Vayamos a Dios directamente y descubramos su inimaginable intimidad.
Alberto E. Justo