¡Soledad! Contemplé una vez su
rostro y permanecí embelesado… ¿Qué hubiera sido de mí si no la conociera
entonces? Hoy, cuando se apiñan tantas máscaras engañosas, sería imposible
soportar la fealdad.
Porque la luz, pequeña luz, surge sola en la oscuridad que
precede a la aurora. Entonces el aire regala su perfume y trae los ecos del río
que pasa muy cerca. No se distinguen las flores y aún las aves duermen
escondidas en la noche.
Es la hora del rostro escondido; de esa admirable faz con
vocación de sol, pero que no hemos de descubrir todavía. El Oriente se levanta
ya en el corazón, que es anuncio, profecía y gusto del amanecer sin ocaso.
Es muy posible que –a veces- nos dejemos vencer por no sé
qué gustos o costumbres, según la hora del día, cuando olvidamos el núcleo
profundo y su esplendor.
Pareciera que nos conquista esa seudo necesidad de algunos
aplausos que se deslicen como ásperas caricias en nuestros oídos, siempre
dispuestos a la premiación.
¡Terrible olvido! La Belleza no se percibe en ruidos ni quehaceres…
Aquello que, en efecto, alegra nuestro corazón y de veras nos premia, no será jamás encontrado en ningún torneo ni
encuentro mundano. No, no se brindará si pretendemos “hacer cosas”. Sólo nos ha
de susurrar en la quietud que no sabe, ni pretende nada. En la quietud
numinosa, sin pretensiones de ruleta mágica.
No se busque una “historia” diferente. Sumérjase, quien
quiera, en el piélago del ser. Es el camino… Tal vez sin distancias ni engaños.
Alberto E. Justo