jueves, 15 de noviembre de 2012

soledad y belleza


¡Soledad! Contemplé una vez su rostro y permanecí embelesado… ¿Qué hubiera sido de mí si no la conociera entonces? Hoy, cuando se apiñan tantas máscaras engañosas, sería imposible soportar la fealdad.

         Porque la luz, pequeña luz, surge sola en la oscuridad que precede a la aurora. Entonces el aire regala su perfume y trae los ecos del río que pasa muy cerca. No se distinguen las flores y aún las aves duermen escondidas en la noche.
         Es la hora del rostro escondido; de esa admirable faz con vocación de sol, pero que no hemos de descubrir todavía. El Oriente se levanta ya en el corazón, que es anuncio, profecía y gusto del amanecer sin ocaso.
         Es muy posible que –a veces- nos dejemos vencer por no sé qué gustos o costumbres, según la hora del día, cuando olvidamos el núcleo profundo y su esplendor.
         Pareciera que nos conquista esa seudo necesidad de algunos aplausos que se deslicen como ásperas caricias en nuestros oídos, siempre dispuestos a la premiación.
         ¡Terrible olvido! La Belleza no se percibe en ruidos ni quehaceres… Aquello que, en efecto, alegra nuestro corazón y de veras nos premia, no  será jamás encontrado en ningún torneo ni encuentro mundano. No, no se brindará si pretendemos “hacer cosas”. Sólo nos ha de susurrar en la quietud que no sabe, ni pretende nada. En la quietud numinosa, sin pretensiones de ruleta mágica.
         No se busque una “historia” diferente. Sumérjase, quien quiera, en el piélago del ser. Es el camino… Tal vez sin distancias ni engaños.

Alberto E. Justo